Sin previo aviso, el conocido COVID-19 confinó a muchas personas dentro de los límites de los espacios que habitan, de manera temporal o permanente, y a los que algunos afortunados tienen el privilegio de llamar hogar. Lo cierto es que ahí estaban en ese espacio, solos o acompañados por otras personas, pero -indudablemente- siempre rodeados por objetos: camas, sillas, cafeteras, ventanas, puertas, mesas, cuchillos, cucharas, lámparas, cocinas, neveras, libros, smartphones, zapatos, accesorios, ropas, entre una lista muy larga. El diseñador y antropólogo Fernando Martín (2002) comenta que «vivimos rodeados de diseño. Siempre encima, debajo o a un lado de productos diseñados. La mayoría de los objetos, importantes o triviales, antiguos o recientes, feos o bellos, útiles o no, están ahí desde que nacemos; nos acostumbramos pronto a ellos, y con ellos aprendemos los usos del mundo» (p.26). Es decir, cohabitamos nuestros espacios con objetos, son parte de nuestra vida y, además de ocupar un espacio físico, también tienen su lugar en nuestros pensamientos en cuanto significan para nosotros. Definitivamente, el diseño es inherente al ser humano; ni el encarcelado, ni el náufrago, ni el exiliado, ni el refugiado, ni el confinado pueden vivir sin objetos o pasar mucho tiempo sin […]
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